Todavía recuerdo claramente el día que mi padre murió hace veintisiete años. Su partida dejó una huella terriblemente dolorosa en mi corazón. Una marca tan profunda que aún recuerdo todos los detalles, todos los momentos de dolor, cada aliento agonizante que el trató de tomar mientras su vida se marchitaba lentamente.
Cuando su cuerpo sin vida por fin descansó en el hospital, alguien me pidió que le afeitara. Mis manos temblaban y mi respiración se acortaba por el dolor, por la desesperación. Tomé una toalla y una vasija con agua, luego toqué su piel y apliqué la hoja de afeitar en sus frías mejillas, y mientras trataba de afeitarle le hice una pequeña incisión en el cuello de la cual comenzaron a brotar gotas de sangre. Y es como si en ese momento todo el edificio se había derrumbado sobre mi cabeza. En un instante todo se volvió borroso, las rodillas me temblaban, y empecé a gritar y sollozar; ríos de lágrimas seguían saliendo de mis ojos y una roca gigantesca ejercía una terrible presión sobre mi pecho. Me quería morir en ese momento, quería desaparecer, para que todo desapareciera conmigo. Mi corazón me decía que la vida había terminado para él, pero mi cerebro no aceptaba eso, entonces me desplomé.
Yo había visto muchas personas morir antes de ese día, muchos de ellos en circunstancias horribles. Cuando era niño pasé por una guerra civil en mi país de nacimiento, y ver las turbas matar personas a palos y con machetes no me era nada extraño, y ver a una persona ser quemada viva no era extraño tampoco. Yo había visto los cadáveres amontonados en las calles, o en camiones, había visto a la gente morir con heridas de balas a pocos metros de mí, yo había visto la muerte robarse la vida, la vida de hombres, y mujeres, y niños, y para mí esto era muy normal, nada que temer o a que huirle. Sin embargo, yo nunca había tenido una persona cercana a mí morir frente a mis ojos, sobre todo, no mi padre, pensé que entendía la muerte, yo creía que sabía cómo tratar con ella, la verdad es que no tenía ni la mas remota idea.
Una cosa es cuando un extraño o incluso un amigo cercano mueren, y otra cosa es cuando alguien que realmente amas pierde su vida.
Yo tenía veinte y cinco años cuando murió mi padre, pero no hasta entonces sabía yo realmente lo que era la muerte.
Vivimos nuestras vidas totalmente desconectados de la realidad. El mundo entero camina por este planeta como si la muerte fuese una cosa que pertenece a una dimensión diferente, como si la carne no se pudre, como si el mañana nunca llegará. Y creo que entiendo por qué la mayoría de la gente prefiere hacer caso omiso de tal destino inevitable. Por qué la mayoría de nosotros vivimos en la negación, en el rechazo de la posibilidad de que vayamos a envejecer y morir. Creo que es miedo, miedo a lo desconocido, miedo a enfrentarse a la realidad, a la ultima pregunta, una pregunta que todos tenemos escondida en lo profundo de nuestra mente.
Muchas personas ni siquiera van a los médicos en su intento de huir de lo inevitable, otros gastan miles e incluso millones de dólares en tratamientos y en cirugías, sólo para retrasar el momento de la verdad. Muchos otros se abrazan a extrañas prácticas y rituales religiosos con la esperanza de descubrir el secreto de la longevidad, o la vida eterna.
Hace muchos años yo estaba comprometido con una hermosa mujer, la cual me había sido enviada de parte de Dios, y yo estaba convencido de que íbamos a estar juntos para siempre. Desde el momento en que conocí a esa mujer mi vida fue transformada y sólo la alegría constante y la felicidad estaban presente en nuestras vidas, ella tenía treinta y dos años de edad y estábamos listos para casarnos y tener muchos hijos y vivir felices para siempre, pero un día, de repente, sin razón aparente, simplemente se derrumbó ante mis ojos y unos minutos más tarde se había ido, el señor se la llevó con él, él decidió que su momento había llegado y que ella iba a ser de mejor uso en el cielo, y Yo sé hoy que había mejores planes para mí, pero en ese momento yo gritaba y lloraba y me quejaba a Dios, yo no creía que fuera justo que una vida tan joven, llena de vitalidad y energía, y con quien yo había hecho tantos planes podía haberse ido en un instante, para siempre, sin previo aviso.
Esta vez pude enfrentar la realidad de la muerte mucho mejor, había entendido la muerte y me daba cuenta que era parte de la vida y algo que nos sucede a todos nosotros, sin embargo, este conocimiento intelectual, y todo el amor que tengo para Dios no hizo el dolor más pequeño, no calmó para nada el dolor y el resentimiento momentáneo que sentía. Eso ocurrió hace once años, y todavía recuerdo a Lorrie con dolor y con amor. Y a pesar de la bendición extraordinarias que he recibido desde entonces las cuales son demasiadas para contarlas y aunque junto con mi esposa e hijos vivimos en la seguridad de un amor más grande que cualquier ser humano puede dar, y aunque tenemos paz en nuestros corazones en entender que la muerte no es sino el comienzo de nuestras vidas, le pido a Dios con intención e intensidad por la salud y larga vida de mi esposa y mis hijos y vivo cada día en la esperanza de no llegar a ver la muerte antes de que nuestro Señor Jesucristo venga y nos recoja hacia él, a todos juntos, como una familia.
Pero se necesita el compromiso y la fidelidad y una vida fructífera para aferrarse a esa esperanza. Y vivir una vida mundana, llena de vanidad y orgullo y de codicia y envidia no trae esta esperanza al corazón de nadie.
La mayoría de los seres humanos viven hoy para la satisfacción de los deseos de la carne, impulsados por las pasiones y las emociones y por los caminos pecaminosos que les lleva a la satisfacción de la lujuria por el placer.
Y el ansia de tener más de este engaño los ciega hasta el punto de que ven como un enemigo o cualquier persona o cosa que trate de arrastrarlos a la verdad.
Y cuando alguien muere a su alrededor sienten una lástima hipócrita por su familia y envían una tarjeta postal o un ramo de flores, o simplemente celebran su vida con más de la actitud corruptible que estampa su caminar por esta desesperanza. Y nadie se atreve a plantear el tema del más allá, qué hay detrás de la puerta negra, y los que se plantean esta pregunta no están dispuestos a escuchar nada que pueda comprometer su estilo de vida.
Las Sagradas Escrituras nos enseñan en Proverbios 16:25, hay un camino que parece derecho al hombre, pero al final es camino de muerte. Y no estamos hablando de la muerte de la carne en este pasaje, estamos hablando de una muerte que va más allá de toda comprensión humana, una muerte que dura para el resto de nuestra vida eterna, una muerte consciente en la que sólo hay retribución por la maldad que acompaña a nuestra breve vida en la tierra, una constante muerte dolorosa y agonizante que nunca acaba.
Sin embargo, nuestro Señor Jesucristo nos enseña en Juan 5; De cierto os digo: el que oye mi palabra y cree al que me envió, tiene vida eterna y no será juzgado, pero ha pasado de la muerte a la vida. No te extrañes de esto, porque la hora viene cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz y saldrán, los que han hecho lo que es bueno saldrán a resurrección de vida, y los que han hecho lo que es malo, a resurrección de condenación eterna. Y en Juan 14:06 Él dice, yo soy el camino la verdad y la vida, nadie viene al padre sino por mí.
Existe una alegría gloriosa más allá de toda comprensión humana la cual habita en el corazón de aquellos que encuentran el camino a través de Jesucristo, una alegría que sustituye todos los deseos carnales y satisface todas las verdaderas necesidades humanas. Permita que su carne controle su vida y sepa que esta intercambiando un instante de placer carnal por una eternidad de oscuridad y de muerte.
Permita que su espíritu controle su carne y disfrute de todas las promesas de Dios, y de todas las bendiciones espirituales desde ahora y hasta la eternidad.
Sea bendecido.
Rev. José Antonio Luna
Siervo de Cristo Jesús
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